Analía escuchó un golpe fuerte proveniente desde la calle y salió disparada a ver por la ventana. Del otro lado, vio el triciclo rojo de su sobrino Agustín aplastado por la rueda del camión de la basura, mientras los gritos desesperados de las personas en la vereda perforaban el aire.

El corazón se le detuvo al presenciar la escena. El sonido del impacto resonaba en sus oídos como un eco sombrío de la tragedia que se desarrollaba afuera. Quedó atónita, paralizada por el horror y la incredulidad. Los minutos se deslizaban lentamente mientras los gritos de la calle seguían desgarrando el silencio.

En un suspiro entrecortado, tomó su teléfono y con los dedos temblorosos marcó frenéticamente al 911. Nerviosa, informó a la operadora sobre el fatídico accidente. Al cortar la llamada, corrió hacia la puerta con todas sus fuerzas, consciente de que pronto enfrentaría la cruda realidad.

De pronto se detuvo, asaltada por un torrente de pensamientos y emociones confusas. A punto de salir y con la mano en el picaporte se paró a pensar: ¿Cómo podría explicarle a su hermana la imprudencia de dejar salir a Agustín? ¿Qué palabras encontraría para enfrentar su mirada cuando le contara que no vio al pequeño salir mientras ella estaba cómodamente sentada frente al televisor?

Abrumada por la culpa y la desesperación, corrió hacia la sala de estar en un torbellino de emociones desbordadas. Cada paso resonaba en el silencio de la casa como un eco de su propia angustia. Al llegar, se dejó llevar por la furia y el remordimiento, lanzando muebles al suelo, pateando el sillón y golpeando el televisor con un frenesí descontrolado. Los objetos volaban en todas direcciones mientras sus gritos desgarraban el aire, mezclándose con el sonido de la destrucción que ella misma provocaba.

De repente, escuchó la sirena de la policía, o tal vez de una ambulancia. Ya no podía retrasar más lo que ocurría detrás de la ventana. Se acercó a la puerta, temblorosa, y la abrió de par en par. Allí encontró a los oficiales parados frente a lo que no quería tener ante sus ojos. A medida que se acercaba, vio naranjas, manzanas y peras desparramadas por la calle, y a una robusta mujer, furiosa, inclinada al ras del pavimento, juntándolas en una bolsa mientras gritaba fuera de sí:

—¡Por qué no tienen más cuidado, ahora me quedé sin ensalada de fruta!

Lo que, con casi total certeza, había identificado como el triciclo de su sobrino, no era más que un carrito rojo de tela, aplastado y deformado bajo la rueda del camión. Súbitamente, una voz diminuta la llamó desde algún lugar detrás de ella. Con un sobresalto, Analía giró sobre sus talones y se encontró con Agustín, parado en silencio junto a su triciclo rojo, saludándola con una sonrisa traviesa en su rostro.

Autora: Trinidad Gallardo


Imagen: stockcake.com