En el inicio de los tiempos, cuando la tierra estaba revuelta y vacía, Dios creó los cielos y la tierra. Las tinieblas yacían sobre la superficie del abismo, el alma solitaria de Dios danzaba descontenta sobre las turbias aguas. Cansado de su tormentosa soledad gritó enojado a los cielos:
—¡Hágase la luz! —Haciendo temblar el vacío.
Segundos después se hizo la luz, las separó de las tinieblas. Llamó a la luz “Día” y a las tinieblas las llamó “Noche”. Y así pasó de la tarde a la mañana, un día: el primer día, tan solo el primero de ese solitario mundo. Separó las aguas de las aguas, creando el cielo. Y pasó de la tarde a la mañana, otro día: el segundo día. Juntó las aguas que estaban debajo de los cielos en un lugar, descubrió lo seco, bautizándola “Tierra”. A la reunión de las aguas las llamó “Mares”. De la tierra creó la hierba verde, hierba que dio semillas. Creó a los árboles de frutos que dieron sus frutos. Le dio vida a la tierra con las flores, flores que perfumaban cada rincón del incipiente mundo. Dio vida a todos los animales: pequeños y grandes, bestias y delicadas criaturas. Al terminar de darles sus nombres, en la inmensidad de la bella creación, se escuchaba una aguda súplica incesante:
—No me olvides no me olvides —gritaba una ínfima florecilla.
La agudeza de su voz no pudo ser escuchada por el mismísimo Dios. Al séptimo día, no percatado de la pequeña, creó al hombre y descansó desplomado en la naciente hiedra.
—No me olvides no me olvides —Escuchaba Dios en sus sueños.
Abrió los ojos, interrumpido por aquel lamento desgarrador, y al observar a su proximidad contempló a la pequeña; pálida y aterrada.
—¡Vos! —exclamó Dios con su gravísima voz y su mirada majestuosa en dirección a la florecilla.
—Me olvidaste —exclamó la pequeña con la voz debilitada y quebrantada por miedo de enfrentarse con el imponente creador.
—No tengo nombre para vos —le dijo—. Como te he olvidado, te llamarás: “No me olvides”. Te daré el color celeste, por el cielo de este nuevo amanecer que hoy nos reúne. Cuando los humanos arranquen tus raíces del suelo, los acompañarás a ahogar sus penas por sus seres ya no vivos. Cuando los humanos muertos descansen en la tierra, los acompañarás a reposar en su eternidad. Así jamás te olvidarán.
—No me olvides —susurró la pequeña, mientras el viento hacía bailar sus delicados pétalos, que se impregnaban poco a poco de color turquesa; suspirando con vehemencia por no haber sido olvidada, esta vez.
Autora: Trinidad Gallardo
Imagen: stockcake.com