—¿A que no terminás de completar todos estos formularios para las 12? —le propuso desafiante su compañero de trabajo, como todas las mañanas.

Y ahí estaba él, revoleando papeles, buscando lapiceras, mirando cada segundo el reloj colgado en la pared. 12:01 y terminó de firmar el último papel, miró derrotado a su compañero y este con regocijo respondió con carcajadas.  Mañana tras mañana el mismo desafío perdido, 12:01,12:02 o 12:03, pero siempre perdido.


—¿A que no lo agarrás?

—¿A que no lo alcanzás?

—No, imposible, si él nunca logra nada.

—Qué va a atrapar, si es un aplastado. Está todo el día en una oficina —decían sus amigos con tono de gracia mientras pateaban la pelota, como todos los viernes, en la plaza Cascote.

Y otra vez estaba él, corriendo de un lado a otro, jadeando por la falta de aire, desesperado por patear. De repente, caía rendido al pasto, agitado y sus amigos reían desencajados a su alrededor por no lograr patear, otra vez, la pelota.

A la noche de ese mismo día había una cena familiar. La abuela Rosaura preparaba, como de costumbre, canelones de acelga para toda la familia.

—¿Viste lo que hizo Carlitos? —dijo entusiasmado el tío Alfredo.

—No, ¿qué hizo? —respondió Julio con intriga.

—Escaló el Aconcagua. ¿A que no la escalás?

—Dejalo, pobrecito, ¡qué va a escalar! —interrumpió la abuela con voz de pena.

—¡El Monte Everest tiene que escalar! —dijo su padre enfáticamente. Y al segundo sonaron risas despampanantes.

Y allí estaba él, nuevamente a cargo de mandatos ajenos. Pidió vacaciones en su trabajo, solicitó préstamos en distintos bancos, compró ropa de abrigo, miró videos, fue al gimnasio noche tras noche.

Un día, boleto en mano, partió al continente asiático, al desafío más grande hasta el momento. Al llegar fue directo a su objetivo. Gente con ropa naranja y roja hacía fila para escalar a la cima. Siguió al rebaño y campaña tras campaña conseguía ascender un poco más. Paso tras paso la meta se acercaba. Vientos infernales que soplaban como monstruos furiosos, el frío era tan frío que hasta sentía calor, los pies pesados se le hundían en la nieve, el palo que lo ayudaba a escalar se le resbalaba de sus guantes gruesos. Hasta que llegó. Casi se podía ver el mundo entero. Por una vez en su vida había logrado alcanzar la meta.

Al regresar, flaco como una escopeta, la cara roja quemada por el frío, volvió a su trabajo. Allí lo despidieron por no regresar a tiempo. Las deudas acumulaban intereses por los días impagos. A sus familiares poco les importó su travesía. Debió devolver el departamento que alquilaba por no poder pagarlo.

Mientras guardaba las cajas de la mudanza en un flete para regresar a la casa de sus padres, una foto que se había tomado en la cima del Everest salió volando por el viento del invierno que comenzó a soplar con intensidad. Al correr disparado a la vereda de enfrente con la mano extendida, un automóvil a toda velocidad impactó contra su cuerpo. La alarma del auto sonaba y los gritos escandalosos de los vecinos se escuchaban casi sincronizados, mientras él yacía tendido y desparramado en la calle. La foto seguía su vuelo para acabar aterrizando en un charco de un desagüe próximo. El agua borraba su cara y la cima de la montaña con cada gota, hasta convertirse en apenas un cartoncito blanco manchado de barro.

Autora: Trinidad Gallardo


Imagen: stockcake.com